La biodiversidad, ¿hermanita pobre del medio ambiente o elemento clave de la “nueva normalidad”?

Artículo publicado en Efeverde el 22.02.2020

El más que probable origen de la pandemia del coronavirus en el mercado de animales silvestres de Wuhan ha comportado cierta conciencia de que es importante proteger la biodiversidad y especialmente los bosques tropicales, ya que su explotación está causando el salto cada vez más frecuente de patógenos extraños a las sociedades humanas. Es una visión antropocéntrica y utilitarista más de la importancia que debería tener la conservación de la biodiversidad, cuyo día mundial celebramos cada 22 de mayo, más allá de las razones morales y éticas que nos deberían llevar a preservar incondicionalmente la vida en La Tierra. Pero la realidad es que por más razones económicas, sanitarias y de todo tipo que dan los científicos, la crisis de la biodiversidad es un drama a escala planetaria que está poniendo en serio peligro el funcionamiento de los ecosistemas.

Como ha señalado el Panel Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES) la tasa de extinción de especies se está acelerando a un ritmo sin precedentes, poniendo en serio peligro la economía y medios de vida de millones de personas. Todas las sociedades se apoyan en último término en los recursos biológicos que nos proporcionan los ecosistemas: los alimentos, por supuesto, la agricultura y la pesca, pero también los textiles, los medicamentos, la madera, y en último término el agua que bebemos y el aire que respiramos.

Los cientos de expertos de 50 países trabajando para Naciones Unidas a través de IPBES durante tres años, han determinado que alrededor de un millón de especies de animales y plantas se encuentran en peligro de extinción. Además se calcula que la abundancia de las especies ha disminuido un promedio del 20%. Tres cuartas partes de los continentes y alrededor de dos tercios de los océanos han sido alteradas significativamente por el ser humano. Casi el 75% del agua dulce se dedica ahora a la producción agrícola y ganadera, la extracción de madera ha aumentado un 45% y cada año se extraen de la naturaleza 60.000 millones de toneladas de recursos renovables y no renovables, casi el doble que en 1980. A todo ello se añade la pérdida galopante de suelo por erosión, las pérdidas de productividad agrícola por la desaparición de los polinizadores y el mayor riesgo de destrucción de inundaciones y huracanes debido a la pérdida de hábitats costeros. Los efectos combinados con el cambio climático serán devastadores sobre la economía de las sociedades humanas a corto plazo, de los que tampoco nos libraremos en Europa, como no nos hemos librado del coronavirus.

En España, uno de los puntos calientes de biodiversidad del continente europeo, con la mayor cantidad de hábitats y especies protegidas por las Directivas europeas de Aves y de Hábitats, la conservación de la biodiversidad está teóricamente garantizada por la Ley 42/2007, del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad y con ella el cumplimiento del Convenio sobre la Diversidad Biológica de Río de Janeiro de 1992 firmado y ratificado por España (CBD). Sin embargo, uno de los compromisos principales de esta Ley, el Plan Estratégico, aprobado con retraso en 2011 -segunda legislatura de Zapatero-, está completamente obsoleto, ya que caducó en 2017 (gobernando Rajoy) y no se ha realizado uno nuevo, y es este Plan el que debería establecer los objetivos, las medidas y las acciones para garantizar la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad en España.

Sin embargo, las competencias principales en esta materia recaen sobre las Comunidades Autónomas, que están muy lejos de tomarse en serio esta responsabilidad. Ejemplos hay muchos, pero la degradación del Mar Menor hasta los niveles insoportables a los que ha llegado, es demasiado reciente como para haberse olvidado ya. En la Comunidad de Madrid ostentamos el muy dudoso honor de ser la única que no ha aprobado ni un solo plan de recuperación de las muchas especies amenazadas que viven en nuestro territorio. A pesar de estar obligados para ello por la mencionada Ley estatal, e incluso por una Ley de la Comunidad de Madrid ¡de 1991! ¡Hace 29 años! Así, especies tan amenazadas y emblemáticas como el lince, el lobo, la avutarda o la cigüeña negra, no cuentan con el más elemental plan de conservación, para qué vamos a hablar de especies de plantas, insectos o anfibios mucho más humildes y menos mediáticas pero en grave peligro de extinción.

Salvando algunas honrosas excepciones, normalmente debidas al maravilloso celo profesional de algunos técnicos de la administración, y al encomiable trabajo de muchas ONGs dedicadas a la protección de nuestro patrimonio natural, la realidad es que en esta materia las Comunidades Autónomas siempre han ido a rastras, generalmente a golpe de denuncia de las instituciones europeas. Una pena y una falta de visión estratégica, porque en España se encuentran algunos de los tesoros naturales más destacados del continente, y esto, que ya se sabe que es un gran reclamo turístico y publicitario, podría funcionar de maravilla como recurso para esa España vaciada tan necesitada de cariño e inversión.

En todo caso, se necesita el liderazgo y el impulso del gobierno estatal y de la Comisión Europea para que la biodiversidad no sea la hermanita pobre del medio ambiente, de la que solo nos acordamos cuando vemos documentales, y figure en el centro del viaje a esa “nueva normalidad” de la que tanto se habla ahora.

Invirtamos en biodiversidad antes de que se muera el próximo Mar Menor.

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