Vecindario animal ¿Está la fauna invadiendo las ciudades?

Una pareja de palomas torcaces fotografiadas con el móvil al lado de mi ventana en Puente de Vallecas

Durante este largo y penoso confinamiento menudean las noticias sobre avistamientos de fauna en lugares aparentemente impensables, fruto al parecer de la ausencia de gente en las calles de las ciudades. Cisnes en Venecia, pavos reales en Madrid, canguros por Adelaida, coyotes en San Francisco o jabalíes en Barcelona. «La fauna recupera su sitio». «Los animales invaden las ciudades». Titulares propios de quienes han visto muchas películas de distopías post-apocalípticas. La realidad es que muchos de esos animales ya estaban allí pero los humanos ni los detectábamos, algunos simplemente por ser nocturnos y otros porque con tanto ruido y gentío directamente pasaban desapercibidos. Pero las circunstancias de excepcional tranquilidad por un lado, y la cantidad de tiempo libre que tenemos para observar desde ventanas y balcones por otro, nos muestran imágenes insospechadas de nuestra fauna más cercana.

La verdad es que el fenómeno de la urbanización de las especies, es decir, cómo aprenden a explotar el medio urbano desde sus orígenes campestres, es tan antiguo como el hombre, y algunos animales lo han llevado a su máxima expresión: gorriones, palomas, ratas y ratones prácticamente se encuentran asociados a lugares habitados por los seres humanos. Sin embargo, en los últimos decenios se ha venido constatando cómo animales puramente silvestres han ido ocupando hábitats cada vez más urbanizados, adaptándose a un modo de vida muy distinto al que llevan sus congéneres. Es el caso de las urracas, mirlos o palomas torcaces que aparecen hoy día construyendo el nido en prácticamente cualquier lugar de Madrid, cuando antes no salían de los grandes parques, pero también el de los zorros de las ciudades inglesas, los mapaches en Norteamérica o incluso los leopardos que habitan en suburbios de la India alimentándose de los jabalíes que comen en los parques y basureros.

Se he escrito bastante sobre el fenómeno, y como zoólogo me dediqué durante un tiempo en mis años mozos a investigar sobre ello, tomando como objeto de estudio a los parques de Madrid. Parece en todo caso muy claro que el medio urbano tiene varias ventajas importantes para muchas especies animales. En primer lugar es más seguro, porque es inaccesible a la mayor parte de los depredadores (aunque algunos terminan adaptándose a su vez, como ocurre con cernícalos, halcones, zorros o mapaches). En segundo lugar, nuestros desperdicios ofrecen comida abundante durante todo el año. En tercer lugar, el clima suele ser más templado que en el campo inmediato por el efecto isla de calor. Claro que también existen desventajas que a veces pueden superar los beneficios. El exceso de contaminación, y la ausencia de vegetación o agujeros para refugiarse o nidificar se cuentan entre las más importantes.

A veces el fenómeno es extraordinariamente rápido, tanto como para ser detectado por una persona a lo largo de su vida. En España lo hemos observado con la tórtola turca, y también con la cotorra argentina. Pero también se observa en especies que aparentemente están especializadas en hábitats muy diferentes. Sin alejarme de mi barrio de Vallecas, es el caso del colirrojo tizón que vive en el tejado de la casa de enfrente, o de los carboneros garrapinos que viven en los plátanos de la avenida Pablo Neruda. Se trata de dos especies típicas de los hábitats de montaña de la Sierra de Guadarrama. Cómo pajaritos así son capaces de detectar un nicho ecológico propicio en un hábitat tan diferente como una gran ciudad es un misterio. Pero la realidad es que está sucediendo todo el tiempo, y también se puede favorecer gestionando adecuadamente el espacio urbano para que sea más amigable para un número mayor de especies, por ejemplo mediante el ajardinamiento adecuado y la disposición de puntos de agua, entre muchos otros que se pueden realizar.

Por eso, que ante la inusitada tranquilidad de las calles, especialmente por las noches, los animales que ya habitan los arrabales se aventuren a explorar la ciudad no parece ninguna señal del apocalipsis, sino el resultado palpable de la movilidad y capacidad de adaptación de muchas de estas especies. Si a ello le unimos que durante el confinamiento mucha gente está teniendo el tiempo suficiente como para observar y escuchar lo que sucede a su alrededor, tenemos la combinación perfecta para que menudeen estos avistamientos «extraordinarios».

Durante estos días, bastantes amigos que conocen mis aficiones ornitológicas me han mandado grabaciones o fotos de aves que nunca antes habían visto en su barrio. Nada de lo remitido era extraordinario, simplemente ellos nunca se habían percatado de su existencia. Cernícalos y halcones en los tejados de Madrid, conciertos de gorriones y estorninos en las arboledas, el canto de un mirlo o un petirrojo… Maravillas de la naturaleza a la puerta de nuestras casas que siempre habían pasado inadvertidas. Y yo encantado de ayudar a mis amigos ;)

Lo cierto es que antes del coronavirus ya había pavos reales en El Retiro, coyotes en los parques de San Francisco, cisnes en Murano y jabalíes en la Dehesa de la Villa o en Collserola. Las imágenes de osos o lobos cruzando un pueblo no son tan raras como puedan parecer, y las noticias de jabalíes en zonas urbanizadas de Madrid o Barcelona, ya eran cada vez más frecuentes. Lo que pasa es que la tranquilidad derivada por nuestro confinamiento forzoso les permite aventurarse a explorar lo desconocido y a que mucha más gente sea consciente de su existencia. No obstante, muchos de ellos retornarán a sus refugios naturales en cuanto acabe el estado de alarma y volvamos a ocupar las calles. Y otros quizás no y tendremos que aprender a convivir con ellos, pero eso es otra historia.

Mientras tanto, disfrutemos de estas circunstancias excepcionales. Cojamos los prismáticos y conozcamos un poco mejor nuestro vecindario animal.

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